Walter Benjamin

Mientras vivíamos en Barcelona, con todos nuestros papeles en regla, nos veíamos obligados a ir a Port Bou, última población de Girona próxima a Francia para solucionar los inconvenientes que España imponía a los inmigrantes: anulaba leyes, disposiciones y tratados para impedir la residencia de sudamericanos. Con José María, iniciábamos la ruta de los nuevos exiliados. Bordeábamos las poblaciones mediterráneas de la Costa Brava, pasábamos por Figueres y nos deteníamos siempre en el museo Dalí a disfrutar de las disparatadas creaciones del genio. Llegábamos a Port- Bou para pasar hacia Francia y obtener el visado en Cerbere, donde nos sellarían los pasaportes, y así conseguíamos una nueva visa por tres meses, mientras esperábamos que se solucionaran las trabas impuestas por España. Surgía, entonces, la picardía criolla como reto o desafío y el secreto de cómo vencer los nuevos e injustos inconvenientes. Así, en esos viajes, conocí los lugares donde la muerte impedía las huídas de escritores: Machado, Benjamín y otros.

Preocupado por el creciente nazismo, cuando Francia fue ocupada durante la Segunda Guerra Mundial, Walter Benjamín huyó por la campiña francesa hacia la frontera española para llegar a Lisboa con la intención de emigrar hacia los Estados Unidos donde lo esperaba su amigo, el filósofo Theodor Adorno.

Está parado frente al soldado de la compañía francesa. Le ofrece los documentos y pide, sin ganas, la visa. El soldado ignoto lo mira. No sabe quién es. Un amigo interviene y logra lo imposible.

Walter Benjamín poseía el visado necesario, pero necesitaba otro para salir de Francia y entrar a España, permiso que no consiguió y debió optar por los caminos de los contrabandistas que los trasladaban a través de los Pirineos hasta Port Bou, el pueblo fronterizo español en manos de los franquistas. Walter Benjamín se unió a un grupo de refugiados para cruzar la frontera a pie por los Pirineos.

Descansan en una posada. Ingresa a la habitación que lo expulsa del mundo. Abre un libro gastado y lee, como todas las noches, una página. Afuera, la neblina se mezcla con el aire espeso de la calle y con los pasos sincopados de las botas enemigas. El grupo  fue interceptado por la policía franquista y, ante el temor de ser deportado a los campos de concentración. Se sienta. Carraspea. Espera, y sentado, con la tableta en la mano, el lento curso de la noche. Cuando la nimia claridad enciende el horizonte, Walter Benjamín levanta su brazo traga la morfina. Acorralado por los estertores misteriosos de la muerte, siente el suave río de la morfina en sus entrañas. Una hora después, su cuerpo, exangüe. Es una fiesta para las moscas de la historia.

A esa determinación arribó debido al agobio de la travesía por los Pirineos unida a su tendencia a la depresión. Murió a los 48 años sin familiares cerca. La intervención de un sacerdote católico logró que fuera enterrado en el cementerio del lugar y contó con la mediación de un médico que firmó el deceso como producido por un aneurisma cerebral y no un suicidio.

La presencia de Walter Benjamín está en Port Bou. Allí se lo recuerda en “Passages memorial”, homenaje del escultor Dari Karavan ubicado a  la salida del cementerio. Una pared de cristal conduce hacia una escalera que baja al mar. La obra, que se integra con el paisaje, invita a la reflexión y es un canto al silencio en la playa para recordarlo. Fue costeada en conjunto por alemanes y catalanes para recordar los 50 años de su muerte y se ha convertido en lugar de peregrinaje. La “Ruta de Benjamín”, así como la tumba de Antonio Machado en Colliure, es explotada por agencias de turismo que ofrecen recorridos con guías, que hablan diferentes lenguas.

Gladys A. Coviello, junio, 2020.

Los fragmentos en cursiva pertenecen a “En Por Bou” p.36 del libro Instantes de Fabián Soberón.