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Centenario del natalicio de Jaime Dávalos

La verdadera historia jamás contada de la "Zamba de los mineros": Jaime Dávalos y el Cuchi Leguizamón, una amistad a cielo abierto

Relato en primera persona del origen de la "Zamba de los mineros", de Jaime Dávalos y el Cuchi Leguizamón, poesía en carne viva

Solar donde nació la "Zamba de los Mineros". Foto Voces Críticas

SALTA (Por Carolina Mena Saravia) El andar de las mulas se hacía sentir en la mañana tórrida y arenosa. El sonido acompasado en el camino de tierra avecinaba una larga jornada. Atrás quedó la tertulia con el anfitrión y propietario de la estancia Hualfín, Jorge Leguizamón Dávalos, una vez más dando una calurosa bienvenida a sus parientes y amigos, el Cuchi Leguizamón y Jaime Dávalos, poetas salteños de pura cepa, acompañados de los hermanos Roberto y Eduardo García Pinto en un alto del periplo hacia las minas de Culampajá, propiedad de este último. Es el epílogo de una noche mágica que dio nacimiento a la famosa "Zamba de los mineros".

Foto: Jorge Leguizamón Dávalos, propietario de la estancia donde nació la "Zamba de los mineros"

Recalar en las comodidades del solar de la familia Leguizamón Dávalos era algo que saboreaban desde siempre estos audaces aventureros, poetas de la vida y soñadores de su tiempo. La llegada de Jaime Dávalos y el Cuchi Leguizamón nunca pasaba desapercibida. La propiedad que ya estaba acostumbrada a recepciones vaporosas desde sus orígenes como merced real, allá por 1670, cobijó por un tiempo nada menos que al general Juan Galo de Lavalle y a Solana Sotomayor junto a su ejército, tiempo antes de partir hacia su muerte en Jujuy y el posterior desguace de sus restos.

Los preparativos se venían entonando desde la mañana, donde el personal de aseo alistaba los pertrechos para que los invitados pudieran refrescarse luego de la intensa jornada que suponía el largo trayecto desde Salta, separada nada menos que por siete horas de viaje en aquel momento. De esta forma confluyeron en un aura galáctica única los protagonistas de una velada que quedó en los anales familiares para la posteridad.

Eduardo García Pinto era el propietario de las minas del Culampajá. Allá donde el diablo perdió el poncho, la aridez de los cerros y el terreno escarpado simulaban una cortina protectora para los sueños de una familia de alta estirpe, viajera, emprendedora, pionera en la pasión por las letras, el pico y la pala, la plata y el oro, el proceso minero en el más puro estado.

La noche cabalgaba en sus sombríos vahos, las velas y los faroles alumbraban la tertulia que cobraba vigor con el paso de las horas, los brindis, las risas y las exquisiteces criollas con que ajustaban el punteo y rasguido de las guitarras. Como sucede en las buenas historias, a modo de polizón, disfrutaba de este espectáculo Juan Manuel Ovejero -más conocido por su mote de Cabezón-, hermano de María Elena Ovejero, casada a la sazón con Eduardo García Pinto, que acudía a visitarla en su hogar de los cerros del Culampajá, eligiendo esta aventura para “escapar” de la rígida rutina colegial. Justamente de él proviene el relato que hoy transmito con rigurosidad histórica.

 

Foto: Capilla privada de la familia Leguizamón Dávalos en épocas de la creación de la "Zamba de los mineros"

Magia, musas y vapores

La noche crecía y la magia de Hualfín, el valle de ensueño, hacía su entrada paulatina en el sopor etílico. El hechizo de las musas ya fermentaba en la tierra bermellón de los pimientos, en los viñedos plantados por Jorge Leguizamón Dávalos y su compañera incansable, María Esther Leiva Llano. Así, echando mano de un improvisado papel de estraza del que se munió Jaime, comenzó a apuntar a mano y "ortografía" alzada el himno a los mineros, la crónica de un sentimiento, de una vocación, de una profesión, porque por las venas de los hermanos García Pinto corría oro, plata y cuarzo, los hijos de los múltiples emprendimientos que poseían en distintas zonas del continente.

Foto: Cuchi Leguizamón, coautor de la "Zamba de los mineros"

El Cuchi, entusiasta como siempre, se dedicaba a poner el abrigo adecuado a la inspiración del momento, los acordes que hoy todos conocemos. Con la tarea cumplida, los protagonistas eran conscientes de que un largo camino hasta el Culampajá aguardaba.

Primero era menester pasar por Corral Quemado, para luego comenzar el ascenso hasta el Culampajá y aventurarse en la boca de mina. En Corral Quemado los aguardaba la posta de los alrededores conocida como “Lo de Marcelino Ríos”, una especie de anfitrión de la simpática población. El clásico mojón que permitía descansar las cabalgaduras y refrescarse las seseras para continuar todavía un largo trecho.

Amor de ocasión

Atento a los acontecimientos que venían sucediéndose, Juan Manuel Ovejero se apeó del caballo y con paso decidido ingresó a lo de Marcelino Ríos, sin saber que con sus escasos años iba a encontrar el flechazo amoroso de unos intensos ojos negros que lo miraban escrutadoramente.

¿Quién era esa belleza que se paseaba entre mesa y mesa ayudando en el negocio de su padre? Se trataba de Eufemia Ríos, con quien al rato se encontraban departiendo amistosamente, y a la que él gustaba referirse después, en el candor juvenil, como “su novia”.

El tiempo se encargó del resto, la relación puso su punto final, y años más tarde, con una familia sólidamente constituida, Juan Manuel volvió a emprender el viaje hacia Corral Quemado, intrigado por saber cómo se encontraría aquella Eufemia de sus sueños.

Al ingresar a la posta, no solo la fisonomía había cambiado, ahora abarcaba distintos rubros que ofrecía a los locales y a los viajeros. Alí estaba Eufemia, algo castigada por los aires montañosos. “Dígame, ¿este es el Juan Manuel Ovejero?, qué buenmozo que era”, pregunta “la novia” al amigo de Juan Manuel que lo acompañaba. Mientras, en la otra esquina del cuadrilátero, Ovejero observaba intrigado buscando a la dama de sus sueños juveniles. Al encontrase con Eufemia, la de sus desvelos, ya convertida en maestra, masculló su desilusión espetando a su compañero con un “¿esa es la Eufemia? ¡Dura venganza la del tiempo!”, echando mano de la desesperada letra del tango.

La riqueza de la "Zamba de los mineros" escudriña con nostalgia la fabulosa combinación que ejercía la poesía de Jaime Dávalos y el Cuchi Leguizamón, en una de las pocas composiciones musicales que realizaron juntos. En este recorrido de leyenda, el fragmento que menciona el “molino del maray, que muele con tanto afán” hace referencia a la piedra del maray utilizada por los jesuitas en sus misiones para moler el oro en la laboriosidad de sus múltiples tareas.

Foto: Jaime Dávalos, coautor de la "Zamba de los mineros"

El espíritu de los protagonistas de esta historia continúa en la memoria de sus descendientes, quienes curiosamente cultivan, unidos por el hilo invisible del tiempo y el afecto, ese mismo cariño de generaciones, el amor a lo que sus antepasados supieron construir en un arcano no tan lejano, eso de “morir el sueño del oro y vivir el sueño del vino”. A todos y a cada uno de ellos, un inmenso abrazo al cielo.

 

 

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