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Magdalena Páez de la Torre, la industria azucarera y el curioso destino que la consagró en Tucumán

Flamante ganadora del primer premio en el concurso organizado por la Municipalidad de Tucumán por los 200 años de la industria azucarera, Magdalena Páez de la Torre enhebra recuerdos en cada uno de sus poemas

Magdalena Páez de la Torre . Foto: Voces Críticas
Por Redacción Voces Críticas
miércoles 20 de octubre de 2021

TUCUMÁN (Por Carolina Mena Saravia) La serenidad es la característica que a primera vista resalta en Magdalena, acompañada de una dulzura distinta en la mirada. Su voz deja traslucir el amor a Tucumán, a los cerros y al acaramelado perfume de la caña de azúcar, símbolo de la provincia. Y esa devoción por sus recuerdos ligados al cultivo de esta planta fue la que la llevó a obtener el primer premio en el concurso organizado por la Municipalidad de Tucumán con motivo de la conmemoración de los 200 años de la industria azucarera.

Doscientos años de sueños, desvelos, éxitos y no pocos sinsabores de pioneros como el obispo José Eusebio Colombres, los Posse, los García, los Méndez, los Zavalía, los Aráoz y tantos más que poblaron el mapa industrial de un Tucumán pujante, que se alzaba envalentonado enarbolando la bandera del desarrollo.

La compañía de un libro es la mejor arma para evitar la soledad. “Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma”, decía el célebre Cicerón, y esta máxima es la que rigió el hogar de la familia Páez de la Torre. “Siempre teníamos un libro a mano, todo lo que leíamos nos iba dando el papá: David Copperfield, Huckleberry Finn, Robinson Crusoe y un montón más que no me puedo acordar”, cuenta Magdalena. Su padre, Carlos Páez de la Torre, no solo se los entregaba, sino que, como al descuido, los iba sembrando en lugares estratégicos de la casa, sin olvidar el baño, donde siempre aguardaba una edición para ser leída con tranquilidad.

Así, el sano hábito de la lectura se hizo carne en los ocho hermanos. La voracidad para leerlos daba lugar a una suerte de carrera por adentrarse en el inacabable mundo que sus páginas proponían, ora acción, ora ciencia ficción y aventuras. El recordado Carlos Páez de la Torre (h), abogado, historiador y periodista, hermano de Magdalena, fue otro exponente de la huella que dejaron la lectura y erudición en la familia.

Hay quienes sostienen que el destino está marcado desde el hálito mismo de la concepción. Sin lugar a dudas, el nacimiento de Magdalena fue presenciado por las musas. “Empecé a escribir cuando tenía 10 años. Hice un soneto y se lo mostré al papá. Él lo leyó, esperó un rato, y dijo: ‘Está bien, pero no sos Lugones, ¿no?’”. Entonces ella tomó aire y pensó: “Esperemos un tiempo”. En ese hilado fino de la trama de su vida fueron sucediéndose una multitud de poemas, vivencias que plasmaba a contrapaso con los acontecimientos que marcaban el rumbo de su historia.

Uno de los mojones de su vida se planta en la apacible vida rural que la llevó a ejercer como maestra en la escuela José Ingenieros, en Los Ralos. El puesto le había sido otorgado como premio del Consejo de Educación al elevado promedio que había obtenido en su graduación, en la que había sido merecedora de la Rosa de Oro. “Cuando me hablaron, lo rechacé frívolamente”, cuenta. “¿Qué es lo que estoy oyendo? ¿vos creés que sos hija de Mitre?”, espetó su padre. “Vas a ir y vas a enseñar”.

Así fue como la acompañó en su primer día de clases a lo que sería su destino más recordado, aquel que abrió aún más su mente, despertando en su corazón un entusiasmo a prueba de todo. Tan pronto se ofrecía para asistir a los chicos en sus múltiples afecciones, tuberculosis, pediculosis, como para ir a vacunar o realizar lo que las imprevistas circunstancias requiriesen. La pobreza y las necesidades que vivía el lugar incentivaban su entrega y dedicación. Nada detenía la pasión de Magdalena, al ritmo que la escritura ganaba las filas describiendo este universo donde el azúcar, el ingenio y la zafra urdían el hilado de una vida tucumana, desconocida hasta ese momento para ella. Sus alumnos compensaban el sacrificio, el agradecimiento y el tesón de sus familias aportaban el resto que equilibraría la balanza.

“Hacía un frío glaciar y un calor espantoso, pero me encantaba esa vida”. Tampoco la acobardaba el viejo ómnibus que la llevaba todas las mañanas. La felicidad se extendió por años, hasta que el destino hundió sus garras en una aurora que hasta ese momento parecía no distinguirse de las habituales. “Al ómnibus que iba adelante del nuestro, al pasar por las vías, lo agarró el tren. Tres maestras murieron quemadas”, recuerda Magdalena. Esa visión dantesca quedó soldada en su memoria. Fue el fin de su sueño. Al poco tiempo fue trasladada a la escuela San Martín, en pleno centro de San Miguel de Tucumán.

“Nada volvió a ser igual. Era una escuela de ciudad, del centro, de barrio norte. Las maestras iban arregladas”. A pesar de ello, su entrega a la docencia no disminuyó un ápice, su apostolado continuó. “Seguí escribiendo constantemente, de novia, casada, leyendo todo el tiempo”. Los premios no se hicieron esperar y coronaron su vocación. No solo en Tucumán, también en Córdoba y en el resto del país fueron engrosando la nómina. “Fin del Verano” es la publicación que reúne por primera vez su obra édita e inédita. “Son un incentivo para seguir. Alguien que te diga: ‘No sos Lugones, pero vas por el camino’”, estalla una sonrisa con el recuerdo de su padre.
Formó un hogar a semejanza del de su niñez. Se casó con Máximo Méndez y sus hijos, tres varones y dos mujeres, no fueron ajenos a sus pasos. “Todos mis chicos escriben bien”, y el orgullo de la semilla bien plantada se hace sentir en el tono de su voz. “Nunca es tarde para nada, algunos de ellos empezaron a hacerlo de grandes, y uno de ellos, Máximo, escribe mejor que yo. Manina escribe muy bien, aunque no publica nada”. Álvaro, otro de sus hijos, se aventuró a escribir la historia política argentina a los 13 años, y Magdalena no descansa en su afán por convencer a León, el menor, de que aún está a tiempo de zambullirse en el mar de las letras y la inspiración.

No se imagina su existencia sin libros, tampoco se pregunta qué hubiera sido de ella si la escritura no marcaba los límites de esta carretera. Doscientos años pasaron desde que comenzó la industria azucarera en Tucumán, y el premio otorgado por el municipio conlleva la certeza de que por sus venas circulan jugo de caña, melaza, amor y dulzor, soberbio cóctel, que, de tanto en tanto, buscan las musas para abrevar como la hacían, allá lejos y hace tiempo, en las dulces aguas de la fuente Hipocrene, donde la belleza del Helicón simula un sempiterno eco en los poemas que brotan de la inspiración de esta consagrada escritora tucumana.

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