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“Disfrazar algún fracaso hasta convertirlo en confesión privada”

Rogelio Ramos Signes responde ‘En cuestión: un cuestionario’ de Rolando Revagliatti

Rogelio Ramos Signes responde ‘En cuestión: un cuestionario’ de Rolando Revagliatti
lunes 01 de agosto de 2022

Rogelio Ramos Signes nació el 14 de diciembre de 1949 en La Rioja, capital de la provincia homónima, República Argentina, habiendo transcurrido su infancia en San Juan, capital, también, de la provincia homónima, y su adolescencia en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe.

Desde 1972 reside en San Miguel de Tucumán, capital de la provincia de Tucumán. Es miembro fundador de la Asociación Literaria “Dr. David Lagmanovich”. A partir de 1982 dirige la revista “A y C” (Arquitectura y Construcción).

Obtuvo el Gran Premio Regional de Cuentos del Noroeste (2011), otorgado por la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación. Ha sido incluido en más de cien antologías de poesía, narrativa y ensayos de diversos países (citamos “La ciencia ficción en la Argentina”, “Antología del cuento fantástico argentino contemporáneo”, “Sleepingfish”, “The global game”, “El verso libre”, “200 años de poesía argentina”, “Minificcionistas de ‘El Cuento’. Revista de Imaginación”, “Poesía de pensamiento”, “El Quijote de Tucumán”, “La vita in brevi”).

Fue el compilador del volumen “Monoambientes. Microrrelatos del Noroeste Argentino” y co-compilador de “Ajenos al vecindario” y “Cuaderno Laprida”. En el nº 10 de la revista “Minotauro” fue difundida su nouvelle “Diario del tiempo en la nieve” (Segundo Premio CACYF, Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía, en 1984) y en el nº 13 de la revista “El Péndulo” su nouvelle “En los límites del aire, de Heraldo Cuevas” (Primer Premio “Más Allá” a la mejor novela argentina de ciencia ficción en el bienio 1985-1986). Publicó el libro de cuentos “Las escamas del señor Crisolaras”, el de microrrelatos “Todo dicho que camina”, los de ensayo “Polvo de ladrillo”, “El ombligo de piedra” y “Un erizo en el andamio”, las novelas “En busca de los vestuarios” (Premio ALIJA, Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina, al mejor libro ilustrado, en 2005), “Por amor a Bulgaria” (Primer Premio en el Concurso de Novela Breve 2008 “Luis José de Tejeda”) y “La sobrina de Úrsula” y los poemarios “Soledad del mono en compañía”, “La casa de té” y “El décimo verso”.

 

¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba?

RRS: Mi primer acto de creación fue antes de aprender a escribir, cambiándole la letra a las canciones que cantaban mis hermanas. Ellas (de ocho y diez años más que yo) se enfurecían. Una vez que aprendí a escribir coseché los primeros beneficios porque inventaba cuartetas obscenas para mis amigos, canjeándolas por aquellas manufacturas para las que yo era un negado: una buena honda, un autito fabricado con latas de sardinas, etc.

¿Cómo te llevás con la lluvia y cómo con las tormentas? ¿Cómo con la sangre, con la velocidad, con las contrariedades?

RRS: Con la lluvia y con las tormentas me llevo muy bien. Ambas me gustan, porque me despiertan la imaginación y me sumergen en un ambiente acorde con mis sentimientos: por lo general no me agradan los días de sol extremo.

Sin embargo, mis recuerdos en relación con las lluvias son tristes y jamás pude escribir sobre ello. Pasé mi adolescencia en las afueras de Rosario, cerca del arroyo Saladillo, y sufrimos dos inundaciones. En la segunda, con más de un metro y medio de agua dentro de la casa, perdimos todo.

Con la sangre me llevo mal, me impresiona.

Detesto la velocidad. Me he acostumbrado a conducir con mis hijos pequeños sentados junto a mí, y siempre fui muy prudente. En síntesis: luego de cincuenta años conduciendo sólo choqué una vez, en un pueblo sanjuanino, porque la ruta estaba con arena y, a pesar de frenar con tiempo, el auto igual se deslizó hasta dar contra un camión. ¡Única experiencia de ese tipo! Eso sí, a mi vehículo lo chocaron varias veces.

¿Y cómo me llevo con las contrariedades? Creo que son un clásico dentro de mi vida cotidiana. Supongo que más o menos como en la vida de todos. Así que convivo pacíficamente con ellas, a sabiendas de que en algún momento me van a salir de improviso a ponerme palos en la rueda.

“En este rincón” el romántico concepto de la “inspiración”; y “en este otro rincón”, por ejemplo, William Faulkner y su “He oído hablar de ella, pero nunca la he visto.” ¿Tus consideraciones?

 RRS: Soy de los que ignoran qué cosa es la inspiración, y abogo permanentemente por el trabajo. Lo que otros llaman inspiración, si es que estamos refiriéndonos a nuestro oficio, es la actitud que tenemos los escritores frente a la vida como testigos de determinados acontecimientos. Cosas que a otros se les pasan por alto, porque no ven en ellas ni una pizca de fantasía, para nosotros es el germen de una historia o de un texto que vendrá. Andamos siempre con las antenas paradas. He ahí la diferencia, el terreno donde germina y da frutos eso a lo que llaman inspiración.

 ¿De qué artistas te atraen más sus avatares que la obra?

 RRS: Me atrae cómo manejan sus contratiempos los músicos populares que actúan en varios lugares diferentes en la misma noche, que sufren las mil y una en el camino, pero que suben al escenario con una sonrisa.

Me gustan las historias de los colegas que, al igual que yo, produjeron alguna obra casi sin darse cuenta, con piloto automático, y resultó que ¡es su mejor obra! para lectores desprevenidos.

Me gustan los artistas plásticos que tomaron imágenes de algún sueño sin saber que lo estaban haciendo.

Me gustan los descubrimientos casuales en lo que respecta a avances en la salud. Esas historias tienen mucho que ver con el realismo mágico de cierta literatura.

 

¿Lemas, chascarrillos, refranes, proverbios que más veces te hayas escuchado divulgar?

RRS: Por lo general me agrada deconstruir los refranes y clichés de la lengua cotidiana, quitarles su componente metafórico a ciertas frases hasta dejar las palabras desnudas, a expensas del absurdo que genera la lógica en estado puro. De hecho, mi libro de microrrelatos “Todo dicho que camina” es exactamente eso: situaciones lógicas y absurdas que cambian el sentido de frases hechas.

Ahora bien, en la charla cotidiana uno de mis clichés más usados es: “De algo hay que morir”, cuando una conversación entre amigos se convierte en un insoportable compendio de enfermedades. Es mi manera de cortar por lo sano. ¡Detesto hablar de esas cosas! También suelo usar, por oposición a mi edad, cuando ya sé que nunca haré tal o cual cosa: “Ya sabemos que tengo la vida por delante”. La mayoría lo toma como una frase de esperanza y buena onda. Muy pocos se animan a retrucar con alguna humorada afín. Pero siempre hay alguno que lo hace. ¡Esos son mis amigos más queridos!

¿Qué obras artísticas te han —cabal, inequívocamente— estremecido? ¿Y ante cuáles has quedado, seguís quedando, en estado de perplejidad?

RRS: Me sigue pasando con “El Quijote”, que estoy leyendo por cuarta vez.

La primera vez fue una fea experiencia. Hice una pésima lectura y por obligación en el colegio secundario.

La segunda fue por mi cuenta y por simple curiosidad. Debo haber tenido poco más de treinta años y recuerdo haberme reído muchísimo.

La tercera fue más o menos veinte años después. Me reí muy poco y tengo presente que lloré en muchas partes. Quizás tenía que ver con algún momento determinado de mi historia, o con el hecho de aceptar el fracaso de algunos principios que había mantenido durante toda mi vida. ¡La terrible funcionalidad del arte!

Esta cuarta lectura es más calma: tomo notas, comparo, busco términos en algún diccionario de palabras olvidadas, produzco otros textos a partir de lo que leo. En fin, sé que esta será mi lectura final.

Me sigue emocionando la poesía de mis “maestros a distancia”: Antonio Cisneros, Pedro Shimose, César Fernández Moreno, Gregory Corso, Ezra Pound, Antonio Machado, Alfredo Veiravé, los poetas del Siglo de Oro Español. Textos muy variados y de múltiples fuentes.

Me sucede lo mismo con algunas novelas, además del Quijote de Cervantes; “La muchacha de las bragas de oro” de Juan Marsé, “En la pendiente” de Markus Werner, “Zama” de Antonio Di Benedetto, “Martedina” de Giuseppe Bonaviri, “La señora Calibán” de Rachel Ingalls, “El último encuentro” de Sándor Márai, “Pedro Páramo” de Juan Rulfo, “Todos los nombres” de José Saramago, “Lolita” de Vladimir Nabokov, “País de nieve” de Yasunari Kawabata, varias novelas de Murakami, más todas las que estoy olvidando en

este momento. Con “Lolita” me ocurre lo mismo que con “El Quijote”, requiere diferentes lecturas en diferentes edades, a veces con resultados totalmente opuestos.

Y cuentos: “Un día perfecto para el pez banana” de J. D. Salinger, “El perro que nunca existió y el anciano padre que tampoco” de Francisco Candel, “El evangelio según Marcos” de Jorge Luis Borges, “Antártida” de Claire Keagan, “Los destiladores de naranja” y “Tacuara mansión” de Horacio Quiroga, “El perjurio de la nieve” de Adolfo Bioy Casares, “Vecinos” de Raymond Carver, y algunos otros que ahora tampoco vienen a socorrerme.

Y en cuanto a música, son incontables los discos que necesito escuchar por lo menos una vez al mes; pero no quisiera que esto se convirtiese en un listado de títulos y de autores.

¿Tendrás por allí alguna situación irrisoria de la que hayas sido más o menos protagonista y que nos quieras contar?

RRS: Siempre hay algún fracaso, en cualquier terreno y no sólo en el de la literatura, que es mejor callar. Lo bueno es que se lo puede procesar, maquillar y envolver para regalo. En fin, disfrazarlo hasta convertirlo en confesión privada; escraches a uno mismo que seguirán siendo historias secretas de las que nadie encontrará la llave exacta, sino apenas una que otra ganzúa.

 ¿Qué te promueve la noción de “posteridad”?

RRS: Me produce incertidumbre. Mi amor por lo fantástico tiene mucho que ver con eso. A veces siento que la posteridad es un componente de la ficción, otras veces la siento como lo opuesto, como una realidad que llega a destiempo, que se ha convertido en una nueva metáfora de la tristeza. En el mejor de los casos la posteridad es pariente cercana del azar.

 “¿La rutina te aplasta?” ¿Qué rutinas te aplastan?

 RRS: Me aplastan los caminos sin salida; no ver la luz al final del túnel; la falta de posibilidades en el país que, por ser el nuestro, amamos; el esfuerzo gastado en tareas inútiles dentro de una rueda de la que no podemos salir; nuestro destino hámster.

De todos modos, necesito una vida tranquila, sin demasiados sobresaltos, para que mi imaginación pueda correr a campo traviesa durante la escritura; para que allí dentro se generen todas las tribulaciones y avatares, hasta convertirse en palabras más o menos bien ordenadas.

¿Para vos, “Un estilo perfecto es una limitación perfecta”, como sostuvo el escritor y periodista español Corpus Barga? Y siguió: “…un estilo es una manera y un amaneramiento”.

RRS: Me gustan los estilos cuando funcionan como un perfume, que algunos pueden descubrir sin que sea algo demasiado visible. En cambio, me molesta, y mucho, cuando es un cliché; por más que sea un cliché personal, inventado por ese autor.

Creo que la repetición es una manera anticipatoria de la muerte. Es horrible leer un texto inmerso en la obviedad.

 

 

*Cuestionario respondido a través del correo electrónico: en las ciudades de San Miguel de Tucumán y Buenos Aires, distantes entre sí unos 1250 kilómetros, Rogelio Ramos Signes y Rolando Revagliatti.

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