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POR GREGORIO CARO FIGUEROA PARA VOCES CRÍTICAS

HOY NUESTRA CASA ES EL MUNDO

En estos días de incertidumbre y angustia, el mundo material se encogió a la casa, al hogar que habita y da sentido a esa casa

Imagen ilustrativa

SALTA.- (Por Gregorio A. Caro Figueroa para Voces Críticas)  La escritora argentina María Rosa Oliver (1898 – 1977), nunca habría imaginado que “Mundo, mi casa”, título del primer tomo de su autobiografía, describiría la actual situación de los argentinos que, forzados por un repliegue necesario, redujeran o concentraran, el mundo a sus casas.

“Todo el mundo es una casa, las provincias son aposentos”, escribió don Francisco de Quevedo y Villegas en 1637. Hoy, en estos aciagos días, 383 años más tarde de esa idea de Quevedo, nuestra casa es el mundo. “Creo que la patria de los hombres es todo el mundo habitado”, dijo nuestro Manuel Belgrano en 1797, 160 años después. En estos días, ese mundo afronta la misma tempestad, está sujeto a los mismos riesgos.

La pandemia borró de un plumazo las fronteras, puso al descubierto la debilidad del omnipotencia del poder político, traspasó clases sociales, redujo las ideologías a papel mojado aunque el “progresismo” arcaico aprovecha la propagación del virus para reiterar “la muerte del capitalismo”, anunciada hace 172 años. Insiste en su obsesión por simplificar y encontrar el culpable de la peste que, como siempre es “el neoliberalismo”.

Ese mundo, aquella casa y esos aposentos entonces no eran invulnerables. Con el paso del tiempo, los avances de la ciencia y la técnica, esa fragilidad no desapareció: se fue reduciendo. Es aventurado negar que su desaparición sea un horizonte tan lejano como inalcanzable.

La casa es el centro del mundo, nos recordó con un brutal golpe un virus. Ante las tempestades y los peligros, la casa es nuestro cobijo. Ese espacio de habitación y convivencia es nuestro abrigo, amparo y protección. Habitamos la casa, pero ella también nos habita, nos arropa. Ese interior físico también nos conduce a nuestra interioridad, a revisar nuestro pasado e imaginar y rediseñar nuestro futuro.

Hoy es lugar de aislamiento pero también de un repliegue que, a cortas o largas distancias, es el sitio que nos permite percibir la importancia de la vecindad, advertir que estamos en el mismo precario bote y frente a los mismos riesgos. La amenaza nos aproxima, a veces nos iguala. La casa no nos cierra a la vecindad ni al espacio próximo. Dentro de ella, no nos está vedado el mundo: desde allí nos abrimos a sus vastos horizontes. La casa, dice Bollnow, “es la puerta donde comienzan los caminos que abren al mundo”.

Con ella y desde ella, salimos imaginariamente al mundo buscando comprender el sentido de nuestra existencia, ensanchando nuestro horizonte. La casa es el punto de partida a otros caminos pero, también, es el punto de regreso de nuestros peregrinajes.

En pocos días, se comenzará a percibir los efectos colaterales de esta reclusión imprevista. Esas consecuencias serán diversas y contradictorias. En muchos casos, el repliegue hacia la casa se experimentará como un retorno o un redescubrimiento del hogar y de la vida y los detalles del hogar: a la familia. Un retorno a lo esencial, con encuentros y, también, con humanos desencuentros.

Esa proximidad con lo cotidiano, prolongado mientras permanezca la cuarentena, influirá en la revalorización de la casa, no como bien inmueble, sino como lugar nuestro lugar físico central dentro del ancho mundo.

De un mundo que irradia desafíos, que nos aporta progreso pero que también, como ahora, nos empuja a la incertidumbre y al miedo. De un mundo exterior del que recibimos protección, pero también amenazas.

Nunca más oportunas, en situaciones como las que estamos afrontando, las reflexiones que el filósofo Otto Friedrich Bollnow escribiera hace más de medio siglo: es una oportunidad para "que el hombre sepa fundar en este mundo su propio esfuerzo y conforme con sus fuerzas; que el hombre, por tanto, se enfrente lo más que pueda con el peligro amenazante y se proteja contra él",

En este enclaustramiento obligado, se suele vivir la casa “como un cuerpo ensanchado”. “El hombre está encarnado en su casa”, observó Bollnow. Ese microcosmo contiene un hogar y en ese hogar, la familia mantiene la llama de la vida, de la libertad, de la paz y de la esperanza. Desde ese lugar se ve el espacio próximo y se convive con el prójimo.

En estos días de incertidumbre y angustia, el mundo material se encogió a la casa, al hogar que habita y da sentido a esa casa. Esta permanencia conduce a valorizar la trivialidad de lo doméstico y descubrir la importancia en la rutina algo más que una tediosa noria. Estas largas jornadas que aparentan tedio, quizás nos permitan reflexionar sobre el valor que damos a las cosas.

Que nos ayuda a decantar y rescatar aquello que es lo principal, que solemos olvidar o relegar, de la multitud de cosas y detalles superfluos o insignificantes que nos desvelan: el excesivo consumismo, la ostentación, el egoísmo, el odio, el engreimiento, el afán de aparentar, la mentira.

En síntesis: el reemplazo de la vida por una existencia simulada, hecha de simulaciones. Una esa vida de cartón piedra, como de aquella muñeca del escaparate de la canción de Joan Manuel Serrat.

Esta experiencia de percibir nuestra casa como el mundo, se combina de manera compleja con la experiencia de que, por el carácter global de la pandemia, el mundo es nuestra casa.

De ahora en más, estamos obligados, y es necesario - pero no seguro -, que tendremos que prestar más rigurosa atención en cuidar entre todos la humanidad, que somos todos, y esta casa común, que es el mundo.-

Por Gregorio A. Caro Figueroa 

 

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