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HISTORIAS SALTEÑAS

La emotiva historia de un legado familiar: los sombreros en Salta

Las manos de Ana María evocan a las de un hada, la delicadeza con que maneja la aguja hace presumir que nació para estas lides.

La emotiva historia de un legado familiar: los sombreros en Salta

SALTA.- (Por Carolina Mena Saravia para Voces Críticas) Cómo olvidar el sombrero de Humphrey Bogart en la película “Casablanca”, a tono con su gabardina, en la recordada escena en la que Rick trata de convencer a Lisa para que suba al avión. El sombrero es parte del “savoir être” elegante; aunque hoy no forme parte de los artículos de primera necesidad en el atavío, es indudable que su prestancia puede terminar siempre el “outfit” adecuado.

Así nacen las leyendas, a veces desde un guion de cine, a veces desde los caprichosos designios del destino. Este fue el caso de Ana María Soto, una leyenda viva en Salta, la cuna de las tradiciones. En efecto, Ana María es el único exponente de un arte que requiere de la paciencia de un confesor, la destreza de un espadachín y la precisión de un cirujano. Todo esto y mucho más conforman el hábil mundo que entrelazan una historia, cuyo reducto ubicado en la calle Tucumán 403 es fácilmente identificable por la galera que cuelga en la puerta del negocio, herencia del maestro italiano Primo Sagripanti, allá por los años 30.

“Papá empezó a los 11 años, en el taller de Sagripanti, él le enseñó todo lo que mi papá sabía, desde cadete en adelante aprendió todo el oficio. Cuando el señor estaba muy mayor, como no tenía herederos, le vendió el negocio que estaba ubicado en la Urquiza 740, frente al mercado, y el sombrero que está acá era el del taller de él”, cuenta Ana María mientras señala el sombrero gigante que en estos momentos aguarda ser colgado nuevamente, a la espera de un permiso municipal especial.

Los locales se sucedieron en el tiempo, aunque no fueron tantos como los años que su padre, Adolfo Soto, ejerció este oficio. La calle Buenos Aires albergó la sombrerería alrededor de 30 años para establecerse finalmente en su destino final, la calle Tucumán 403, la de la vereda angosta, casi tan angosta como la calle de la cueca, esa de Villa Mercedes en San Luis, inmortalizada por Los Chalchaleros.

Las manos de Ana María evocan a las de un hada, la delicadeza con que maneja la aguja hace presumir que nació para estas lides. Cuenta que empezó por causalidad, casi como un capricho del destino, cuando atestado de trabajo, su padre comentó que no daba abasto para llegar a tiempo a la fiesta del general Güemes. “Mi madre era la que lo ayudaba. Como ella había muerto, él solo no iba a llegar a cumplir los compromisos. ‘Me estoy atrasando’, me decía. Entonces me ofrecí a ayudarlo, primero cosiendo toquillas y me quedé”, recuerda Ana María. “Cosía y cosía, apilaba y apilaba, tengo que arreglármelas sola, es muy difícil conseguir quien lo haga. Ahora que no está mi papá, en épocas de mucho trabajo no vuelvo a mi casa, prefiero quedarme acá una o dos horitas para adelantar trabajo”.

Casualmente, esto último es lo que no le falta a Ana María, a pesar de los avatares económicos de nuestro querido país. Con alivio en su voz afirma que ya “pasaron casi dos gobiernos desde que estoy sola, y sigo aquí”. Hace tres años, cuando murió su padre, pasaron varios días hasta que regresó al taller. El teléfono de su casa no paraba de sonar: “Quería retirar mi sombrero”, “¿qué pasa que está cerrado?”, “¿ya está listo mi sombrero?” eran algunas de las preguntas que oía nada más levantar el tubo. “Ante la insistencia, decidí ir ese lunes siguiente. Yo pensé entregar todo de golpe, cerrar e irme, como despachar mercadería de una tienda -musita Ana- esas tonteras que uno dice, y sin darme cuenta me quedé. Llegaban los clientes y les decía que esperaba que retiren los últimos sombreros, y ellos me decían: ‘Hasta que vengan, vaya haciéndome uno a mí’, y aquí estoy”.

Su padre ya no está ahí, pero vive en la mirada despierta de Ana María. Sus ojos recuerdan a los de su padre antes de que como una burla del destino fueron empañándose poco a poco al punto de cegarlo casi por completo, razón por la que tuvieron que operarlo. Su compañía, irreemplazable, fue paliada primero con una radio y luego con un “televisor viejo” que, caprichosamente, nunca llegó a manos del destinatario y quiso quedarse con ella. Hoy es su compinche y su susurro emerge desde una esquina del taller. “Me acompaña, me hace ruido”, sonríe con resignación, aunque todavía se sorprende diciendo un “buenos días” cuando abre la puerta del taller en la mañana, todo un ritual del saludo de antaño.

No solo ella lo extraña, los vecinos también añoran su presencia. “Mi padre era muy cachafaz, muy de bulín, me contaba los chismes de la cuadra, se sabía todo, todo. Comentábamos lo que veíamos en la televisión, por eso al principio de su ausencia yo misma me sorprendía diciendo: ‘Ché, papá, sabés que…, levantaba la vista y estaba sola, esas cosas de la mente. Me pasó esto un montón de veces. Mi hija, que estudia psicopedagogía, me aconsejó que trajera una radio, pero que no pusiera cumbias rengas, que me volvería loca, que pusiera música suave, pero no era lo mismo”, relata Ana María.

Sombreros a la carta

La especialidad que caracteriza al taller es la de sombreros de pelo de conejo, que junto a los de castor, forman parte de la elite de la manufactura mundial. “No son de pelo de nutria”, aclara Ana María. Al principio la mayoría de los encargos era los sombreros de ciudad, después empezó a crecer la demanda de los sombreros de campo. Hoy, las fiestas patronales acaparan la agenda de trabajo anual. Los meses de noviembre y diciembre son los de descanso, aunque ese respiro es solo un decir, ya que no faltan las limpiezas, arreglos y costuras.

La sobriedad es una característica de la personalidad de Ana María. Ante la pregunta sobre sus clientes más conocidos recuerda a Argentino Luna, el Chaqueño Palavecino, Carlos Menem, Cecilia Bolocco y el exgobernador Juan Manuel Urtubey, que lleva su sombrero a limpiar antes del desfile de Güemes. Pero su clientela traspasa los límites de la provincia para recalar en Córdoba, Catamarca, Tucumán y el norte argentino, así como también los del país, porque envía al exterior cuando los turistas le encargan que los dejen en los hoteles, desde allí los despachan a sus destinos.

Otra de las cualidades que debe tener un sombrerero es la paciencia, virtud que debe cultivarse a prueba de todo. “La paciencia es verde, y se la come el burro”, afirma risueña. Resalta que el maestro era su padre, “él era el sombrerero, yo soy su alumna”. Resulta triste pensar que esta labor pueda extinguirse en esta generación, el tiempo pasa y aún en su familia no se vislumbran sucesores. El tiempo, fiel artesano del destino, tendrá la última palabra.

Nota de la redacción: Ana María Soto atiende de 8:00-12:00 y de 15:30-20:00, en calle Tucumán 403. Celular: +54 9 387 501 4806, tiene WhatApp.

 

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