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POR GREGORIO CARO FIGUEROA

Aarón Castellanos , visión y energía de un pionero salteño

Aarón Castellanos , visión y energía de un pionero salteño
martes 04 de octubre de 2022

SALTA (Por Gregorio A. Caro Figueroa) Pedro Goyena solía caracterizar el estilo de las provincias frente a sus alumnos. Un día, charlando con Joaquín Castellanos, ensayó definir el que, creía, correspondía a los salteños: “Son los ingleses de la República”, dijo apuntando a su fuerte voluntad y a su espíritu de empresa y aventura.

Al momento de buscar ejemplos que abonaran esa opinión, se detuvo en el nombre de un salteño más conocido fuera que dentro de su provincia, donde no tiene placa ni calle que lo recuerde: Aarón Castellanos. “Los hacendados y los colonos deberían tributarle un homenaje”, comentó Goyena a su interlocutor, sobrino nieto del pionero de la colonización argentina.

El desinterés de Salta en reconstruir la trayectoria de sus hombres de negocios, redujo su rico perfil al de fundador de Esperanza, la primera colonia de inmigrantes en la Argentina. Aaarón nació en Salta en 1800 y murió en Rosario en 1880. Adolescente, formó parte de “Los Infernales”.

Dejó las armas y abrazó los negocios. En 1822 viajó a Perú dispuesto a abrirse paso como comerciante en Cerro de Pasco. Esa tentativa fue corta y se frustró. Dos años más tarde regresó a Salta dispuesto a reemprender actividades comerciales. Con 24 años, Victoriano Solá y Pablo Soria lo integraron a la Compañía de Navegación del Bermejo.

Casi octogenario, Castellanos recordó detalles de esa empresa promovida por Rivadavia, a quien definió como el primer hombre de Estado argentino, de cuya obra se sentía orgulloso continuador. “Fui uno de sus apasionados”, dijo; “con tanta más razón cuanto que nadie antes que él había mirado más lejos del Arroyo del Medio. Fue hasta los Andes, Bermejo, Pilcomayo y Magallanes”. Navegar el Bermejo no era el único objetivo: había que colonizar el Chaco”.

En Orán se construyeron tres embarcaciones de diferente porte. Partieron a mediados de 1826. Al llegar a Nambucu, donde el dictador Francia había colocado un cerrojo a la entrada al Paraguay, los expedicionarios fueron obligados a descender. Se secuestraron embarcaciones, planos, apuntes y armas, y fueron detenidos.

Aunque es seguro que participó en la organización de la expedición, el que se haya casado en Buenos Aires en junio de 1826 plantea dudas que de su presencia en ese accidentado viaje. Cinco años después de encarcelados, los prisioneros fueron puestos en libertad en agosto de 1831.

Entre 1830 y 1840, Castellanos residió en Buenos Aires donde fundó establecimientos ganaderos sobre las líneas de frontera. Poco antes de la caída de Rosas, vendió sus campos. Con Rosas había caído sobre el país “una larga noche de veinticuatro años”, dirá. “Rosas era a la Argentina lo que Francia al Paraguay”.

Vendidos sus campos embarcó a Francia. “Yo de mi parte, sin esperanza alguna de ver empezado en el país lo que a gritos pedía -ferrocarril e inmigración-, me trasladé a Europa con toda mi familia, con el doble objeto de educar a mis hijos (...) Allí me encontraba cuando cayó Rosas”. De su matrimonio nacieron 15 hijos. Pensó que era el momento de desplegar sus proyectos.

Astuto, intuitivo y conocedor del terreno, se dirigió a Londres donde consiguió reunirse con el barón James de Rothschild al que trató de interesarlo en sus proyectos ferroviarios Córdoba-puerto de Rosario, sobre el que convergería el comercio de diez provincias, y el de colonización de tierras en la Patagonia, en las márgenes del Bermejo o Santa Fe.

Castellanos conocía el terreno que pisaba. No sustituía con fantasías provincianas la debilidad del país, donde todo estaba por hacerse. Aunque en Londres “nadie oye ni presta atención a lo que no es de presente, obtuve sin embargo la deferencia de ser escuchado”. Se propuso colonizar “para poblar nuestros desiertos, que es el peor enemigo del país”, estableciendo “pueblos modelos” que moralizaran y prometieran un mejor porvenir a las generaciones futuras.

Los colonos debían venir del Norte de Europa, elegidos por “sus condiciones de inteligencia, moralidad robustez y trabajo”. También por ser “más pacíficos” que los temperamentales pobladores del Mediodía que habían tomado armas en nuestras guerras civiles, explicó.

La comprensión que encontró en Londres la perdió en Buenos Aires frente a un gobierno que no se interesó en sus proyectos. En pago de la deuda que, desde 1829, el gobierno tenía con él, pidió se le otorgara en propiedad la península de San José para fundar un establecimiento ganadero. Frustradas sus expectativas se instaló en Santa Fe donde explicó su proyecto al gobernador Domingo Crespo.

Castellanos se comprometía a traer mil familias de agricultores del Norte de Europa, a los que pagaría el pasaje, entregaría 125 arados, 200 palas y abundante ropa. A cambio, los colonos debían entregarle un tercio de sus cosechas durante cinco años. Las familias debían llegar en el transcurso de los diez años siguientes, en grupos de 200 familias que se embarcarían cada dos años.

El gobierno santafesino se comprometía a entregarles 32 hectáreas en propiedad; ranchos para viviendas; doce cabezas de ganado; harina y semillas. La buena acogida del gobernador Crespo no era suficiente para alejar las suspicacias: “no faltaban quienes mirasen con sospecha” su proyecto. En junio de 1853, después de sancionada la Constitución, se firmó el contrato de colonización que será el acta de nacimiento a la primera colonia agrícola argentina.

Aquellos buenos auspicios se desvanecieron. Su proyecto del ferrocarril Rosario-Córdoba encontró resistencias y trabas que atribuyó a una red de intereses del empresario Wheelwright y del Estado que tenía funcionarios que eran socios de Wheelwright.

¿Por qué motivo las provincias debían seguir pagando con su esfuerzo las distancias que la separaban del puerto de Buenos Aires? ¿Por qué, cuarenta años después, los altos costos del transporte por ferrocarril seguían abrumándolas como los de las lentas carretas? De ese modo, las provincias jamás saldrán de pobres y seguirán condenadas a una elemental subsistencia, protestó.

Dejó Paraná y regresó a Europa donde lo esperaba su numerosa familia y un intenso trabajo, negociando y tratando de convencer a banqueros, sociedades y especuladores. No era fácil la misión toda vez que la inmigración y los capitales eran atraídos por los Estados Unidos y por las malas noticias que llegaban desde el Río de la Plata donde la prolongación de las luchas facciosas no otorgaba la mínima seguridad jurídica a inversores y colonos.

La letra del contrato de colonización firmado por el gobernador Crespo aparecía escrita en el agua a los ojos de su sucesor Cullen que decidió desconocerlo por tratarse de “un contrato leonino”. A lo que se sumaba la campaña de desprestigio de la Argentina lanzada en Europa por los agentes de inmigración y los enviados allí por el gobierno del Brasil.

Los pasquines contra la Argentina metían miedo a las familias que habían aceptado viajar a la colonia a fundarse en Santa Fe. Muchas, aterrorizadas, rompían sus contratos. Castellanos fue presentado como aventurero a la pesca de incautos. La Argentina era un país salvaje, fragmentado en comarcas gobernada por bandidos sin ley ni moral, que mandaban a degollar hombres y mujeres, eran enemigos de los extranjeros, protegían a sus secuaces y amasaban fortunas.

A ese sombrío cuadro se añadía un clima malsano, pestes de todo tipo, inundaciones, invasión de langostas, “insectos venenosos, serpientes y bestias feroces”. Castellanos no se dejó intimidar por semejante campaña. Nadie creía que yo lograría traer colonos, dijo. Pero yo había dado mi palabra y ella “tenía más valor para mí que el contrato mismo”, añadió.

Castellanos refutó esa campaña publicando “Ligeros apuntes sobre el Río de la Plata”, folleto traducido a tres idiomas que “fue el golpe de gracia” para los que daban una pésima imagen de la Argentina. Cientos de personas compraron el folleto. Por incumplimientos del gobierno y el rechazo del “paisanaje” a los inmigrantes, esos elogios fueron desmentidos por la suerte corrida por las primeras 1.487 personas que llegaron a Santa Fe atraídas por promesas de tierra y trabajo.

Se sintió el chivo emisario de lo que pareció un fracaso. Veinte años después de fundada, contra viento y marea, la colonia Esperanza no sólo estaba de pie sino que ya justificaba su nombre. Después de tantos desastres, todas las familias tenían “sin embargo, su bienestar, con sus casas de azotea, millares de árboles de diversas clases, donde no había uno solo, molinos a vapor y demás, que es la admiración de los que las miran”. -

 

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